Publicado en el Suplemento Exteriores de Libertad Digital el 29 de septiembre de 2009
Decía Lord Wellington que la clave de la ciencia militar reside en saber qué está ocurriendo al otro lado de la colina, imagen con la que se refería a la organización del ejército enemigo en las horas previas a la batalla. Hay quien ha afirmado que lo único relevante que Al Qaeda ha enseñado a los talibán sobre esta materia es la navegación por internet. Lo cual no es baladí. Para cualquiera que tenga la costumbre de dedicar unas cuantas horas al día a leer la prensa norteamericana, sus blogs y los siempre apasionantes debates parlamentarios, resulta evidente qué está pasando a este lado de la colina, qué postura están adoptando los máximos dirigentes en Washington. En nuestro tiempo, las guerras ya no se ganan o se pierden en los campos de batalla, donde unos hombres de uniforme arriesgan sus vidas por unos ideales superiores. Sin restar importancia a los escenarios bélicos de Iraq o Afganistán, donde de verdad se decide el resultado no es allí, sino en lugares mucho menos heroicos: los medios de comunicación y la calle. Si los autores de este artículo fuéramos talibán, nos sentiríamos reconfortados tras un repaso de las páginas web de referencia. Sin lugar a dudas, veríamos más cerca la victoria.
No parece que los talibán tengan dudas sobre las capacidades y la disposición al combate de los militares norteamericanos. Mucho menos, de las habilidades intelectuales de sus generales. Tanto Petraeus como McChrystal han demostrado a lo largo de sus carreras valor, inteligencia y voluntad. Ahí no está el quid de la cuestión. Cualquiera que se acerque a los medios de comunicación norteamericanos percibirá una profunda y creciente incomodidad en la Casa Blanca y el Capitolio por la Guerra de Afganistán, así como un evidente deseo de salir de allí lo antes posible. A nadie le puede extrañar. Los mismos que presionaron todo lo que pudieron, que fue mucho, para que Bush reconociera su derrota ante Al Qaeda en Iraq, los mismos que proclamaron que la guerra ya se había perdido son los que ahora gobiernan y controlan ambas Cámaras. Es verdad que entonces ya dijeron que Iraq era un error, una guerra ilegal, y que la justa, la necesaria, era la de Afganistán. Pero no nos podemos llamar a engaño. Ese era un argumento falaz que empleaban para evitar ser etiquetados, una vez más, de derrotistas. En realidad, carecen de los principios y de la disposición al sacrificio necesarios para soportar la tensión diaria de una guerra.
Decía Lord Wellington que la clave de la ciencia militar reside en saber qué está ocurriendo al otro lado de la colina, imagen con la que se refería a la organización del ejército enemigo en las horas previas a la batalla. Hay quien ha afirmado que lo único relevante que Al Qaeda ha enseñado a los talibán sobre esta materia es la navegación por internet. Lo cual no es baladí. Para cualquiera que tenga la costumbre de dedicar unas cuantas horas al día a leer la prensa norteamericana, sus blogs y los siempre apasionantes debates parlamentarios, resulta evidente qué está pasando a este lado de la colina, qué postura están adoptando los máximos dirigentes en Washington. En nuestro tiempo, las guerras ya no se ganan o se pierden en los campos de batalla, donde unos hombres de uniforme arriesgan sus vidas por unos ideales superiores. Sin restar importancia a los escenarios bélicos de Iraq o Afganistán, donde de verdad se decide el resultado no es allí, sino en lugares mucho menos heroicos: los medios de comunicación y la calle. Si los autores de este artículo fuéramos talibán, nos sentiríamos reconfortados tras un repaso de las páginas web de referencia. Sin lugar a dudas, veríamos más cerca la victoria.
No parece que los talibán tengan dudas sobre las capacidades y la disposición al combate de los militares norteamericanos. Mucho menos, de las habilidades intelectuales de sus generales. Tanto Petraeus como McChrystal han demostrado a lo largo de sus carreras valor, inteligencia y voluntad. Ahí no está el quid de la cuestión. Cualquiera que se acerque a los medios de comunicación norteamericanos percibirá una profunda y creciente incomodidad en la Casa Blanca y el Capitolio por la Guerra de Afganistán, así como un evidente deseo de salir de allí lo antes posible. A nadie le puede extrañar. Los mismos que presionaron todo lo que pudieron, que fue mucho, para que Bush reconociera su derrota ante Al Qaeda en Iraq, los mismos que proclamaron que la guerra ya se había perdido son los que ahora gobiernan y controlan ambas Cámaras. Es verdad que entonces ya dijeron que Iraq era un error, una guerra ilegal, y que la justa, la necesaria, era la de Afganistán. Pero no nos podemos llamar a engaño. Ese era un argumento falaz que empleaban para evitar ser etiquetados, una vez más, de derrotistas. En realidad, carecen de los principios y de la disposición al sacrificio necesarios para soportar la tensión diaria de una guerra.
Durante los momentos más duros del conflicto iraquí, muchos periodistas nos preguntaron, con indisimulada felicidad, si la guerra estaba perdida. Siempre contestamos que no. Desde una perspectiva de seguridad, era evidente que había margen de maniobra. Analistas como Tomas Donnelly y Fred Kagan, del American Entreprise Institute, venían predicando desde tiempo atrás los principios que finalmente el general Petraeus incorporó a la que acabó siendo la nueva estrategia de la Casa Blanca. Pero, sobre todo, sabíamos que el presidente Bush estaba dispuesto a arrostrar cuantos sacrificios fueran necesarios con tal de vencer. No iba a ceder ante el chantaje derrotista del Capitolio ni ante los timoratos de su partido.
Gracias a la férrea voluntad de Bush, a su firme compromiso moral con la defensa de la democracia y la derrota del Islam radical, la victoria en Mesopotamia está al alcance de la mano. El trabajo más difícil ya está hecho. Ahora se trata de no cometer errores y administrar bien los tiempos. Pero hoy Bush no está en la Casa Blanca, y el nuevo inquilino no tiene sus principios morales, ni su voluntad de victoria ni los mismos votantes.
La Guerra de Vietnam trasformó al Partido Demócrata. De ser la formación de Harry S. Truman o Henry Jackson pasó a ser la de de George McGovern y Jimmy Carter. Se hizo más relativista, creció en su seno un rechazo a lo que habían sido sus valores tradicionales, una mala conciencia por su actitud firme en política internacional. Eran culpables y merecían un castigo. Uno de sus primeros logros fue la derrota en Vietnam. A punto estuvieron de conseguirlo de nuevo en Iraq. Ahora, los mismos tienen que enfrentarse al nada fácil reto de Afganistán.
Nos tememos que Estados Unidos se prepara para la derrota en Afganistán, a pesar de que no hay razón o circunstancia alguna que la haga inevitable. Las dificultades son enormes, pero si se dota a las Fuerzas Armadas norteamericanas de la estrategia y las capacidades militares necesarias para realizar su trabajo de forma eficaz, la victoria es posible. El problema no reside ahí, sino en Washington. No es militar, sino político. No vemos ni en la Casa Blanca ni en el Capitolio la disposición necesaria para ganar la guerra. Hacen falta años y el despliegue permanente de un gran contingente para triunfar. Eso supone mucho dinero, muchas vidas y soportar un debate político diario sobre la evolución del conflicto. La vuelta a los días de Vietnam, que marcaron inexorablemente a un partido que nunca volvió a ser el mismo.
Cuando el déficit público alcanza cifras nunca antes conocidas, cuando la economía se encuentra todavía en serias dificultades, cuando sus votantes se manifiestan exhaustos por las intervenciones militares, ¿será Obama capaz de mantener unos gastos de defensa tan altos? Cuando los que le han elegido lo han hecho como rechazo a la política de Bush, ¿soportará la presión de las bolsas de plástico con los cuerpos de los jóvenes norteamericanos caídos, o el espectáculo de heridos y mutilados?
No es sólo una cuestión personal. Obama representa a un sector de la opinión pública que se decantó por él, en vez de por los más convencionales Clinton y McCain, porque quería dejar todo esto atrás. Quieren que su país renuncie voluntariamente a ser la hiperpotencia para comportarse como un país normal, que colabora con los demás de forma sincera y constructiva. Muchos incluso sienten el deseo de que, en términos del Antiguo Testamento, Estados Unidos sea castigado por la soberbia con que se ha comportado en política internacional, por haber ejercido de superpotencia. Para ellos, ser una superpotencia es una opción, que puede ser abandonada cuando se crea conveniente. Estados Unidos es el primer imperio democrático de la historia, y eso marca una clara diferencia con sus predecesores. El gobierno del pueblo supone constantes cambios de posición, algo que casa mal con la necesidad de mantener una estrategia en el largo plazo para poder defender unos intereses que son globales. Lo que la sociedad norteamericana no parece entender es que la condición de superpotencia no es electiva: se es o no se es; que esos intereses globales por defender no son ilícitos ni inmorales, son sencillamente el fundamento del modelo de bienestar norteamericano, la garantía de sus puestos de trabajo y de un más que aceptable nivel de vida.
Cuando la gran mayoría de la base electoral que encumbró a Obama no quiere que sus Fuerzas Armadas sigan en Afganistán, cuando los congresistas demócratas y el propio presidente temen el impacto que para sus intereses políticos puede tener esta campaña, cuando el establishment washingtoniano comprueba, una vez más, que sólo cuenta con un reducido número de aliados para repartir la carga..., no es de extrañar que la tentación de salir corriendo se haga evidente. El senador Russ Feingold lo ha dicho con claridad. Como representante del ala más progresista del campo demócrata, a nadie le puede sorprender que lo planteara, pero lo importante es que ya se ha abierto el debate. El general Stanley McChrystal, comandante de las fuerzas aliadas en Afganistán, se encuentra atrapado entre la coherencia de la estrategia definida por su superior Petraeus y las presiones del secretario Gates, representante de ese establishment, para que no solicite el número mínimo de tropas que la nueva estrategia requiere. Hay políticos capaces de aprobar una estrategia militar y, a continuación, boicotear su ejecución, porque su lógica responde a otras prioridades.
El general David Petraeus había demostrado en Iraq que el Ejército ya se había adaptado a la guerra contrainsurgente. Obama no quería imponer una forma determinada de combatir la nueva amenaza. Hubiera sido un grave error irrumpir en un ámbito técnico asumiendo unas responsabilidades que acabarían volviéndose contra él. Olvidó su promesa electoral de retirar todas las tropas de Iraq en quince meses y acabó asumiendo el plan dejado por su predecesor. Más valía incumplir el compromiso con sus votantes que alterar el plan establecido por los militares y tener que responsabilizarse de frustrar una victoria. Como comandante del Mando para Asia Central (Central Command), Petraeus era también responsable de las operaciones en Afganistán. Estabilizado el teatro iraquí, Petraeus se centró en el afgano, estableciendo los principios estratégicos que fueron finalmente aprobados tanto por la Casa Blanca como por el Senado. El presidente dejó hacer, a la vista de los buenos resultados logrados, pero con un fundado temor a que sus jefes militares le llevaran a una situación semejante a la que había caracterizado los años Bush. Él no sólo no era Bush: había sido elegido para gobernar de forma muy distinta.
El carácter democrático que impregna profundamente todo el sistema político estadounidense tiene consecuencias contradictorias en el plano estratégico. Por una parte, cuando la sociedad hace suya un conflicto, su apoyo proporciona una fuerza extraordinaria a su acción exterior. Por otra, cuando esa misma sociedad no percibe la amenaza como existencial, puede comportarse de forma voluble y hacer de su país un actor extraordinariamente vulnerable. Cualquier enemigo de este gran país sabe que ese es el campo de batalla prioritario, y que siempre encontrará valiosos aliados en los medios de comunicación y en los políticos progresistas. Los norteamericanos son la primera gran potencia de la historia que cree, como resultado de su voluntarismo y espíritu democrático, que una guerra es como un autobús de línea, en el que uno se sube o se baja en la parada que le conviene. La realidad es muy distinta. Una guerra se sabe cuándo empieza pero nunca cómo y cuándo se acaba. Lo único seguro es que Estados Unidos saldrá victorioso o derrotado de Afganistán. La primera opción, tanto Petraeus como McChrystal lo han dejado claro, requiere tiempo, mucho dinero y el sacrificio de muchas vidas. No hay atajo para salir de aquellas tierras salvo el reconocimiento de la derrota. Se pueden montar campañas de prensa para culpabilizar a los afganos y paquistaníes del fracaso, pero eso no cambiará las cosas. Los afganos ya eran así antes de que Bush ocupara el país o de que Obama sugiriera en inolvidable ocurrencia invadir Pakistán.
El Partido Demócrata ha llegado al convencimiento de que sus electores no aceptarían las consecuencias de aplicar el plan elaborado por el general McChrystal. No se trata de que la Administración Obama esté o no de acuerdo con los fundamentos de la estrategia planteada por sus jefes militares. No estamos ante un debate estratégico, sino ante la decisión racional de aceptar la derrota militar antes que afrontar una situación que les llevaría a un divorcio con su base electoral. Es la política, estúpido, no la guerra lo que manda. Todo apunta a que McChrystal se encontrará con una negativa a la solicitud del envío inmediato de 40.000 hombres, primer paso para la ejecución de la nueva estrategia. Si el presidente no logra satisfacer sus peticiones, cabe pensar que tanto McChrystal como posiblemente Petraeus presenten su dimisión, lo que daría paso a la designación de nuevos jefes militares que tendrían como primera misión preparar una estrategia de salida. Se mantendría una importante presencia sobre el terreno durante un tiempo, para luego iniciar una retirada ordenada. La culpa recaería sobre la Administración Karzai, por su fracaso a la hora de levantar un Estado mínimamente eficaz, condición sin la cual resultaría imposible lograr la victoria. Estados Unidos habría hecho todo lo que estaba en sus manos, pero sin la sincera y comprometida colaboración de los propios afganos no tenía ningún sentido seguir exponiendo la vida de miles de jóvenes norteamericanos.
La campaña de márketing que se nos avecina –comenzando por la denuncia de que Karzai es un gobernante corrupto– puede salvar al Partido Demócrata de un varapalo en las elecciones de mid-term el año que viene y, quién sabe, a Obama de una derrota en las próximas presidenciales, sobre todo si los republicanos continúan sin levantar cabeza, pero no podrá ocultar las gravísimas consecuencias estratégicas de la derrota. Estados Unidos habrá sido de nuevo derrotado, y mostrado al mundo el camino para volver a hacerlo.
Grupos radicales de toda condición se verán estimulados a seguir los pasos de las guerrillas talibán en muy distintas partes del planeta. La autoridad de las grandes potencias es tan importante como sus capacidades económicas o militares. ¿De qué valen grupos navales, las alas tácticas o brigadas dotadas de los últimos medios si no se está dispuesto al sacrificio? Estados Unidos volverá a ser el tigre de papel, la gran potencia que abandona a sus aliados y que se retira en cuanto encuentra una resistencia firme. El islamismo celebrará con razón su victoria, y millones de jóvenes sentirán cómo su causa nacionalista converge con la agenda fundamentalista, con gravísimas consecuencias para la estabilidad de muchos países de mayoría musulmana. El terrorismo aumentará sus acciones contra intereses norteamericanos dentro y fuera del territorio de la Unión. Afganistán caerá de nuevo en manos radicales, y pasará factura a aquellos que cometieron el error de confiar en Washington y en la OTAN, como ya pasara en Vietnam o en Irán. Celebrará su tercera victoria sobre una gran potencia, al tiempo que su territorio volverá a convertirse en centro de entrenamiento, mando y control de operaciones del yihadismo en todo el planeta.
Pakistán, que apoyó a los talibán, recientemente comenzó a combatirlos, al percibir que el islamismo era ya un problema para su estabilidad. En cuanto se convenza de la disposición de Obama a retirarse, volverá a estrechar lazos con los radicales, que, mucho más fortalecidos, se convertirán en una fuerza de referencia en el país de los puros, hasta el punto de poner en peligro la siempre inestable democracia o incluso trasformarla en el primer emirato islamista dotado de armas nucleares. Un hecho que, de inmediato, tendría gravísimas consecuencias sobre las relaciones con la India. Rusia se sentirá aliviada al ver que también Estados Unidos sale humillado de aquellas montañas, y no dudará en aumentar sus presiones sobre una Administración débil, necesitada de trasformar nuevas concesiones en acuerdos internacionales. Y qué decir de la OTAN, que fue a Afganistán con la idea de repetir su exitosa misión en Bosnia y que a la postre se ha visto enfangada en un conflicto del que no sabe cómo escapar. La Alianza Atlántica ha vivido en Afganistán su primera gran guerra, y si los americanos la dan por perdida será la última que libre. Su penoso papel en ese escenario, del que da buen testimonio el informe presentado recientemente por el general McChrystal, será su acta de defunción.
Obama se ve a sí mismo como un presidente que marcará una época, y tiene razón. De la misma forma que Ronald Reagan puso las bases para vencer en la Guerra Fría, inaugurar una época de gran desarrollo económico, social y científico y afrontar el nuevo siglo con unas coordenadas claras, Obama asume el declive norteamericano y la centralidad estratégica del área del Pacífico, tanto tiempo anunciada. Estados Unidos está comunicando al mundo su voluntad de dejar de ser una gran potencia y el mundo está tomando nota.
Quienes se regocijan viendo una América postrada, déjennos ser claros: el mundo libre y democrático necesita de una América que lidere y salvaguarde la paz y la libertad. De la misma forma que necesita evitar a toda costa una derrota en Afganistán. Los costes y las implicaciones negativas no sólo para los afganos y para la región, sino para todo el mundo, son incalculables ¿Quién o qué evitaría la desintegración de Pakistán? ¿Quién o qué evitaría que caigan armas nucleares en manos terroristas? ¿Quién o qué podría ser tomado en serio por fanáticos como Ahmadineyad? ¿Quién sería capaz de confiar en América y hacer depender su seguridad de la política de Washington? La salida precipitada de las fuerzas norteamericanas de Afganistán es la mejor ruta para un mundo sin autoridad ni respeto a las normas internacionales, para un mundo sin América. Un mundo, en suma, mucho más inestable, frágil y peligroso. Aunque no lo parezca, eso es lo que nos estamos jugando en Afganistán.
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