miércoles, 30 de septiembre de 2009

Hacia la Derrota final

Publicado en el Suplemento Exteriores de Libertad Digital el 29 de septiembre de 2009

Decía Lord Wellington que la clave de la ciencia militar reside en saber qué está ocurriendo al otro lado de la colina, imagen con la que se refería a la organización del ejército enemigo en las horas previas a la batalla. Hay quien ha afirmado que lo único relevante que Al Qaeda ha enseñado a los talibán sobre esta materia es la navegación por internet. Lo cual no es baladí. Para cualquiera que tenga la costumbre de dedicar unas cuantas horas al día a leer la prensa norteamericana, sus blogs y los siempre apasionantes debates parlamentarios, resulta evidente qué está pasando a este lado de la colina, qué postura están adoptando los máximos dirigentes en Washington. En nuestro tiempo, las guerras ya no se ganan o se pierden en los campos de batalla, donde unos hombres de uniforme arriesgan sus vidas por unos ideales superiores. Sin restar importancia a los escenarios bélicos de Iraq o Afganistán, donde de verdad se decide el resultado no es allí, sino en lugares mucho menos heroicos: los medios de comunicación y la calle. Si los autores de este artículo fuéramos talibán, nos sentiríamos reconfortados tras un repaso de las páginas web de referencia. Sin lugar a dudas, veríamos más cerca la victoria.

No parece que los talibán tengan dudas sobre las capacidades y la disposición al combate de los militares norteamericanos. Mucho menos, de las habilidades intelectuales de sus generales. Tanto Petraeus como McChrystal han demostrado a lo largo de sus carreras valor, inteligencia y voluntad. Ahí no está el quid de la cuestión. Cualquiera que se acerque a los medios de comunicación norteamericanos percibirá una profunda y creciente incomodidad en la Casa Blanca y el Capitolio por la Guerra de Afganistán, así como un evidente deseo de salir de allí lo antes posible. A nadie le puede extrañar. Los mismos que presionaron todo lo que pudieron, que fue mucho, para que Bush reconociera su derrota ante Al Qaeda en Iraq, los mismos que proclamaron que la guerra ya se había perdido son los que ahora gobiernan y controlan ambas Cámaras. Es verdad que entonces ya dijeron que Iraq era un error, una guerra ilegal, y que la justa, la necesaria, era la de Afganistán. Pero no nos podemos llamar a engaño. Ese era un argumento falaz que empleaban para evitar ser etiquetados, una vez más, de derrotistas. En realidad, carecen de los principios y de la disposición al sacrificio necesarios para soportar la tensión diaria de una guerra.

Durante los momentos más duros del conflicto iraquí, muchos periodistas nos preguntaron, con indisimulada felicidad, si la guerra estaba perdida. Siempre contestamos que no. Desde una perspectiva de seguridad, era evidente que había margen de maniobra. Analistas como Tomas Donnelly y Fred Kagan, del American Entreprise Institute, venían predicando desde tiempo atrás los principios que finalmente el general Petraeus incorporó a la que acabó siendo la nueva estrategia de la Casa Blanca. Pero, sobre todo, sabíamos que el presidente Bush estaba dispuesto a arrostrar cuantos sacrificios fueran necesarios con tal de vencer. No iba a ceder ante el chantaje derrotista del Capitolio ni ante los timoratos de su partido.

Gracias a la férrea voluntad de Bush, a su firme compromiso moral con la defensa de la democracia y la derrota del Islam radical, la victoria en Mesopotamia está al alcance de la mano. El trabajo más difícil ya está hecho. Ahora se trata de no cometer errores y administrar bien los tiempos. Pero hoy Bush no está en la Casa Blanca, y el nuevo inquilino no tiene sus principios morales, ni su voluntad de victoria ni los mismos votantes.

La Guerra de Vietnam trasformó al Partido Demócrata. De ser la formación de Harry S. Truman o Henry Jackson pasó a ser la de de George McGovern y Jimmy Carter. Se hizo más relativista, creció en su seno un rechazo a lo que habían sido sus valores tradicionales, una mala conciencia por su actitud firme en política internacional. Eran culpables y merecían un castigo. Uno de sus primeros logros fue la derrota en Vietnam. A punto estuvieron de conseguirlo de nuevo en Iraq. Ahora, los mismos tienen que enfrentarse al nada fácil reto de Afganistán.

Nos tememos que Estados Unidos se prepara para la derrota en Afganistán, a pesar de que no hay razón o circunstancia alguna que la haga inevitable. Las dificultades son enormes, pero si se dota a las Fuerzas Armadas norteamericanas de la estrategia y las capacidades militares necesarias para realizar su trabajo de forma eficaz, la victoria es posible. El problema no reside ahí, sino en Washington. No es militar, sino político. No vemos ni en la Casa Blanca ni en el Capitolio la disposición necesaria para ganar la guerra. Hacen falta años y el despliegue permanente de un gran contingente para triunfar. Eso supone mucho dinero, muchas vidas y soportar un debate político diario sobre la evolución del conflicto. La vuelta a los días de Vietnam, que marcaron inexorablemente a un partido que nunca volvió a ser el mismo.

Cuando el déficit público alcanza cifras nunca antes conocidas, cuando la economía se encuentra todavía en serias dificultades, cuando sus votantes se manifiestan exhaustos por las intervenciones militares, ¿será Obama capaz de mantener unos gastos de defensa tan altos? Cuando los que le han elegido lo han hecho como rechazo a la política de Bush, ¿soportará la presión de las bolsas de plástico con los cuerpos de los jóvenes norteamericanos caídos, o el espectáculo de heridos y mutilados?

No es sólo una cuestión personal. Obama representa a un sector de la opinión pública que se decantó por él, en vez de por los más convencionales Clinton y McCain, porque quería dejar todo esto atrás. Quieren que su país renuncie voluntariamente a ser la hiperpotencia para comportarse como un país normal, que colabora con los demás de forma sincera y constructiva. Muchos incluso sienten el deseo de que, en términos del Antiguo Testamento, Estados Unidos sea castigado por la soberbia con que se ha comportado en política internacional, por haber ejercido de superpotencia. Para ellos, ser una superpotencia es una opción, que puede ser abandonada cuando se crea conveniente. Estados Unidos es el primer imperio democrático de la historia, y eso marca una clara diferencia con sus predecesores. El gobierno del pueblo supone constantes cambios de posición, algo que casa mal con la necesidad de mantener una estrategia en el largo plazo para poder defender unos intereses que son globales. Lo que la sociedad norteamericana no parece entender es que la condición de superpotencia no es electiva: se es o no se es; que esos intereses globales por defender no son ilícitos ni inmorales, son sencillamente el fundamento del modelo de bienestar norteamericano, la garantía de sus puestos de trabajo y de un más que aceptable nivel de vida.

Cuando la gran mayoría de la base electoral que encumbró a Obama no quiere que sus Fuerzas Armadas sigan en Afganistán, cuando los congresistas demócratas y el propio presidente temen el impacto que para sus intereses políticos puede tener esta campaña, cuando el establishment washingtoniano comprueba, una vez más, que sólo cuenta con un reducido número de aliados para repartir la carga..., no es de extrañar que la tentación de salir corriendo se haga evidente. El senador Russ Feingold lo ha dicho con claridad. Como representante del ala más progresista del campo demócrata, a nadie le puede sorprender que lo planteara, pero lo importante es que ya se ha abierto el debate. El general Stanley McChrystal, comandante de las fuerzas aliadas en Afganistán, se encuentra atrapado entre la coherencia de la estrategia definida por su superior Petraeus y las presiones del secretario Gates, representante de ese establishment, para que no solicite el número mínimo de tropas que la nueva estrategia requiere. Hay políticos capaces de aprobar una estrategia militar y, a continuación, boicotear su ejecución, porque su lógica responde a otras prioridades.

El general David Petraeus había demostrado en Iraq que el Ejército ya se había adaptado a la guerra contrainsurgente. Obama no quería imponer una forma determinada de combatir la nueva amenaza. Hubiera sido un grave error irrumpir en un ámbito técnico asumiendo unas responsabilidades que acabarían volviéndose contra él. Olvidó su promesa electoral de retirar todas las tropas de Iraq en quince meses y acabó asumiendo el plan dejado por su predecesor. Más valía incumplir el compromiso con sus votantes que alterar el plan establecido por los militares y tener que responsabilizarse de frustrar una victoria. Como comandante del Mando para Asia Central (Central Command), Petraeus era también responsable de las operaciones en Afganistán. Estabilizado el teatro iraquí, Petraeus se centró en el afgano, estableciendo los principios estratégicos que fueron finalmente aprobados tanto por la Casa Blanca como por el Senado. El presidente dejó hacer, a la vista de los buenos resultados logrados, pero con un fundado temor a que sus jefes militares le llevaran a una situación semejante a la que había caracterizado los años Bush. Él no sólo no era Bush: había sido elegido para gobernar de forma muy distinta.

El carácter democrático que impregna profundamente todo el sistema político estadounidense tiene consecuencias contradictorias en el plano estratégico. Por una parte, cuando la sociedad hace suya un conflicto, su apoyo proporciona una fuerza extraordinaria a su acción exterior. Por otra, cuando esa misma sociedad no percibe la amenaza como existencial, puede comportarse de forma voluble y hacer de su país un actor extraordinariamente vulnerable. Cualquier enemigo de este gran país sabe que ese es el campo de batalla prioritario, y que siempre encontrará valiosos aliados en los medios de comunicación y en los políticos progresistas. Los norteamericanos son la primera gran potencia de la historia que cree, como resultado de su voluntarismo y espíritu democrático, que una guerra es como un autobús de línea, en el que uno se sube o se baja en la parada que le conviene. La realidad es muy distinta. Una guerra se sabe cuándo empieza pero nunca cómo y cuándo se acaba. Lo único seguro es que Estados Unidos saldrá victorioso o derrotado de Afganistán. La primera opción, tanto Petraeus como McChrystal lo han dejado claro, requiere tiempo, mucho dinero y el sacrificio de muchas vidas. No hay atajo para salir de aquellas tierras salvo el reconocimiento de la derrota. Se pueden montar campañas de prensa para culpabilizar a los afganos y paquistaníes del fracaso, pero eso no cambiará las cosas. Los afganos ya eran así antes de que Bush ocupara el país o de que Obama sugiriera en inolvidable ocurrencia invadir Pakistán.

El Partido Demócrata ha llegado al convencimiento de que sus electores no aceptarían las consecuencias de aplicar el plan elaborado por el general McChrystal. No se trata de que la Administración Obama esté o no de acuerdo con los fundamentos de la estrategia planteada por sus jefes militares. No estamos ante un debate estratégico, sino ante la decisión racional de aceptar la derrota militar antes que afrontar una situación que les llevaría a un divorcio con su base electoral. Es la política, estúpido, no la guerra lo que manda. Todo apunta a que McChrystal se encontrará con una negativa a la solicitud del envío inmediato de 40.000 hombres, primer paso para la ejecución de la nueva estrategia. Si el presidente no logra satisfacer sus peticiones, cabe pensar que tanto McChrystal como posiblemente Petraeus presenten su dimisión, lo que daría paso a la designación de nuevos jefes militares que tendrían como primera misión preparar una estrategia de salida. Se mantendría una importante presencia sobre el terreno durante un tiempo, para luego iniciar una retirada ordenada. La culpa recaería sobre la Administración Karzai, por su fracaso a la hora de levantar un Estado mínimamente eficaz, condición sin la cual resultaría imposible lograr la victoria. Estados Unidos habría hecho todo lo que estaba en sus manos, pero sin la sincera y comprometida colaboración de los propios afganos no tenía ningún sentido seguir exponiendo la vida de miles de jóvenes norteamericanos.

La campaña de márketing que se nos avecina –comenzando por la denuncia de que Karzai es un gobernante corrupto– puede salvar al Partido Demócrata de un varapalo en las elecciones de mid-term el año que viene y, quién sabe, a Obama de una derrota en las próximas presidenciales, sobre todo si los republicanos continúan sin levantar cabeza, pero no podrá ocultar las gravísimas consecuencias estratégicas de la derrota. Estados Unidos habrá sido de nuevo derrotado, y mostrado al mundo el camino para volver a hacerlo.

Grupos radicales de toda condición se verán estimulados a seguir los pasos de las guerrillas talibán en muy distintas partes del planeta. La autoridad de las grandes potencias es tan importante como sus capacidades económicas o militares. ¿De qué valen grupos navales, las alas tácticas o brigadas dotadas de los últimos medios si no se está dispuesto al sacrificio? Estados Unidos volverá a ser el tigre de papel, la gran potencia que abandona a sus aliados y que se retira en cuanto encuentra una resistencia firme. El islamismo celebrará con razón su victoria, y millones de jóvenes sentirán cómo su causa nacionalista converge con la agenda fundamentalista, con gravísimas consecuencias para la estabilidad de muchos países de mayoría musulmana. El terrorismo aumentará sus acciones contra intereses norteamericanos dentro y fuera del territorio de la Unión. Afganistán caerá de nuevo en manos radicales, y pasará factura a aquellos que cometieron el error de confiar en Washington y en la OTAN, como ya pasara en Vietnam o en Irán. Celebrará su tercera victoria sobre una gran potencia, al tiempo que su territorio volverá a convertirse en centro de entrenamiento, mando y control de operaciones del yihadismo en todo el planeta.

Pakistán, que apoyó a los talibán, recientemente comenzó a combatirlos, al percibir que el islamismo era ya un problema para su estabilidad. En cuanto se convenza de la disposición de Obama a retirarse, volverá a estrechar lazos con los radicales, que, mucho más fortalecidos, se convertirán en una fuerza de referencia en el país de los puros, hasta el punto de poner en peligro la siempre inestable democracia o incluso trasformarla en el primer emirato islamista dotado de armas nucleares. Un hecho que, de inmediato, tendría gravísimas consecuencias sobre las relaciones con la India. Rusia se sentirá aliviada al ver que también Estados Unidos sale humillado de aquellas montañas, y no dudará en aumentar sus presiones sobre una Administración débil, necesitada de trasformar nuevas concesiones en acuerdos internacionales. Y qué decir de la OTAN, que fue a Afganistán con la idea de repetir su exitosa misión en Bosnia y que a la postre se ha visto enfangada en un conflicto del que no sabe cómo escapar. La Alianza Atlántica ha vivido en Afganistán su primera gran guerra, y si los americanos la dan por perdida será la última que libre. Su penoso papel en ese escenario, del que da buen testimonio el informe presentado recientemente por el general McChrystal, será su acta de defunción.

Obama se ve a sí mismo como un presidente que marcará una época, y tiene razón. De la misma forma que Ronald Reagan puso las bases para vencer en la Guerra Fría, inaugurar una época de gran desarrollo económico, social y científico y afrontar el nuevo siglo con unas coordenadas claras, Obama asume el declive norteamericano y la centralidad estratégica del área del Pacífico, tanto tiempo anunciada. Estados Unidos está comunicando al mundo su voluntad de dejar de ser una gran potencia y el mundo está tomando nota.

Quienes se regocijan viendo una América postrada, déjennos ser claros: el mundo libre y democrático necesita de una América que lidere y salvaguarde la paz y la libertad. De la misma forma que necesita evitar a toda costa una derrota en Afganistán. Los costes y las implicaciones negativas no sólo para los afganos y para la región, sino para todo el mundo, son incalculables ¿Quién o qué evitaría la desintegración de Pakistán? ¿Quién o qué evitaría que caigan armas nucleares en manos terroristas? ¿Quién o qué podría ser tomado en serio por fanáticos como Ahmadineyad? ¿Quién sería capaz de confiar en América y hacer depender su seguridad de la política de Washington? La salida precipitada de las fuerzas norteamericanas de Afganistán es la mejor ruta para un mundo sin autoridad ni respeto a las normas internacionales, para un mundo sin América. Un mundo, en suma, mucho más inestable, frágil y peligroso. Aunque no lo parezca, eso es lo que nos estamos jugando en Afganistán.

martes, 29 de septiembre de 2009

Honduras, una constitución que funciona?

por Rafael Micheletti, Instituto Libertad, Argentina

A raíz de los sucesos que son de público conocimiento, ha salido a la luz del mundo la realidad política y jurídica de Honduras. Creo que enfocarnos en el análisis de esa realidad no sólo facilitará nuestra comprensión de los hechos acaecidos, sino que, además, podría ser útil para el desarrollo de la técnica constitucional.

El llamado “golpe” de Honduras no fue evidentemente un golpe militar. Las Fuerzas Armadas no tomaron el poder ni por un segundo, no alteraron ningún órgano democrático ni emitieron una sola resolución o ley. Si no fue un golpe militar, debemos indagar si acaso fue un golpe civil. Ahora bien, el golpe civil es más sutil y puede no ser tan evidente o violento, lo que puede generar discusiones sobre cuándo efectivamente se produce un hecho de tal naturaleza.

Creo que hay un golpe civil cuando se comienza a gobernar por la fuerza, es decir, por fuera de las instituciones y leyes de la democracia. Por lo tanto, para saber si hubo o no un golpe civil y, en su caso, cuándo se produjo y quién lo llevó a cabo, es indispensable hacer un análisis del sistema constitucional de Honduras, relacionándolo con los hechos que estimulan esta reflexión.
La Constitución de Honduras tiene numerosas particularidades. No es una Constitución perfecta. Ninguna lo es. De hecho, no prevé la institución del juicio político, sino que apunta a que la Justicia tenga jurisdicción sobre el presidente al igual que sobre cualquier otro ciudadano, lo que es en parte lo que generó tantas confusiones acerca de la actuación del Congreso en los sucesos recientes. Por otra parte, en algunos puntos trata temas no constitucionales y tiene una elevada cantidad de artículos (375), lo que a veces hace difícil su lectura y comprensión integral.
A pesar de ello, me animo a decir que es una de las constituciones más avanzadas y mejor adaptadas a la realidad que le toca regir, al tiempo que su texto está muy bien organizado y delimitado, lo que contrarresta en gran medida el problema ocasionado por su longitud que, dicho sea de paso, no es mayor al promedio de las constituciones latinoamericanas.

La Constitución de Honduras adopta un sistema democrático y representativo de naturaleza presidencialista, al estilo de las constituciones americanas, que toman como fuente de inspiración fundamental la Constitución de los Estados Unidos. Sin embargo, lejos de ser una mera copia de la Constitución del país del Norte, toma otros aportes, como por ejemplo el de la intensa y fructífera labor intelectual y constitucional que le dio origen al Estado moderno argentino. Los artículos 63 y 64 incluyen en el texto cláusulas que en su momento fueron aportes originales de Sarmiento y Alberdi respectivamente, y que se corresponden con los artículos 33 y 28 de la Constitución de la Argentina, el primero referido a los derechos y garantías implícitos o “no enumerados” del sistema republicano y democrático y, el segundo, referido a la prohibición de una reglamentación arbitraria o tendenciosa de los derechos o principios constitucionales.
A pesar del presidencialismo de la constitución hondureña, su fuerte vocación republicana la lleva a colocar por doquier una cantidad importante de frenos a la expansión del poder presidencial. Basta a este efecto leer algunos artículos relacionados con la reelección del presidente:
El artículo 4 deja bien en claro la importancia que posee para los constituyentes la división y separación de los poderes del Estado: “La forma de gobierno es republicana, democrática y representativa. Se ejerce por tres poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, complementarios e independientes y sin relaciones de subordinación.” Y luego agrega en relación a la reelección presidencial: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es obligatoria. La infracción de esta norma constituye delito de traición a la Patria.”

Es, sin embargo, en el artículo 239 en el que el temor al abuso de poder por parte del presidente se deja sentir con todas sus fuerzas: “El ciudadano que haya desempeñado la titularidad del Poder Ejecutivo no podrá ser Presidente o Designado. El que quebrante esta disposición o proponga su reforma, así como aquellos que lo apoyen directa o indirectamente, cesarán de inmediato en el desempeño de sus respectivos cargos, y quedarán inhabilitados por diez años para el ejercicio de toda función pública.” Si tuviéramos una interpretación estricta y literal de esta norma, podría afirmarse que, desde el momento en que Zelaya intentó realizar una consulta popular para habilitar la reelección presidencial, había dejado de ser el presidente de los hondureños.

Por las dudas, el artículo 374 añade: “No podrán reformarse, en ningún caso, el artículo anterior, el presente artículo, los artículos constitucionales que se refieren a la forma de gobierno, al territorio nacional, al período presidencial, a la prohibición para ser nuevamente Presidente de la República el ciudadano que lo haya desempeñado bajo cualquier título y el referente a quienes no pueden ser Presidentes de la República por el período subsiguiente.”

Por su parte, es el Congreso el que designa tanto a los miembros de la Corte Suprema como al Jefe de las Fuerzas Armadas. Se garantiza una Justicia independiente del Ejecutivo bajo control legislativo, pero además se garantizan (y este es el otro punto original de esta Constitución) unas Fuerzas Armadas independientes del Ejecutivo en cuanto a la designación de su Jefe. Están subordinadas al presidente en su funcionamiento, pero antes que nada están subordinadas a la Constitución, ya que el presidente no puede colocar al frente de las mismas a incondicionales que respondan por encima de todo a sus intereses personales, como ocurre por ejemplo en Venezuela.

El artículo 279 es muy clarificador al respecto: “El Jefe de las Fuerzas Armadas… será elegido por el Congreso Nacional de una terna propuesta por el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas. Durará en sus funciones cinco años y sólo podrá ser removido de su cargo por el Congreso Nacional, cuando hubiere sido declarado con lugar a formación de causa por dos tercios de votos de sus miembros; y en los demás casos previstos por la ley Constitutiva de las Fuerzas Armadas. No podrá ser elegido Jefe de las Fuerzas Armadas ningún pariente del Presidente de la República o de sus sustitutos legales, dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad.”

Analizados estos artículos, se observa que el sistema constitucional hondureño se asienta sobre tres principios fundamentales, que son la prohibición total y absoluta de la reelección presidencial, el control legislativo de las Fuerzas Armadas y la independencia de la Corte Suprema. Estos tres principios fundamentales son guiados u originados por un gran principio rector, que es la supremacía del Poder Legislativo sobre el Poder Ejecutivo. El presidente está para administrar dentro del marco y por el tiempo autorizado por el Congreso y la Constitución. No se trata de un parlamentarismo en el que el Ejecutivo sea una expresión o emanación del Legislativo, pero en caso de conflicto prevalece el órgano más representativo, que es el colegiado, y con él los demás órganos que operan bajo su tutela, es decir, la Justicia y las Fuerzas Armadas.
La constitución hondureña adopta el presidencialismo como forma de separar al máximo los poderes del Estado, pero se asegura de quitarle al presidente toda posibilidad de servirse de los dos recursos que generalmente permiten una extralimitación o abuso de poder, que terminaría colocando al primer mandatario por encima de las leyes, de la democracia, de los derechos y de la voluntad popular.

En dos de los tres principios fundamentales señalados, la Constitución de Honduras parece ser sumamente original. Me refiero a la manera en que impide la reelección presidencial y a la inmunidad que le da a las Fuerzas Armadas ante intentos del Ejecutivo por usarlas a discreción en beneficio de su proyecto político y en contra de la ley. En estos dos puntos, el texto fundamental hondureño es digno de admiración.

Luego de entender esta realidad, es mucho más fácil comprender el curso de los acontecimientos en el país caribeño a raíz del intento de referéndum de Zelaya para modificar la Constitución y reelegirse indefinidamente en el gobierno.

Con su ambiciosa iniciativa, el depuesto mandatario había violado dos principios fundamentales y originales de la tradición constitucional hondureña. Había propuesto modificar la Constitución para permitir la reelección presidencial, había intentado llevar a cabo una consulta popular para lograrlo y, ante la negativa de la Corte Suprema y de las Fuerzas Armadas, había intentado seguir persiguiendo su ilegal objetivo por la fuerza, llegando hasta el punto de destituir por decreto al Jefe de las Fuerzas Armadas y de desobedecer al máximo tribunal judicial de su país. A esta altura, se puede decir que el gran principio rector constitucional de la supremacía legislativa, junto a los tres principios fundamentales derivados del mismo (no reelección presidencial, control legislativo de las Fuerzas Armadas e independencia de la Justicia), habían sido descaradamente violentados.

En este contexto es que se suceden los hechos que culminan con la destitución y expulsión del país de Zelaya. El 25 de junio de 2009 el fiscal general Luis Alberto Rubi formula a la Corte Suprema un requerimiento fiscal que, entre otras cosas, dice: “…que se libre orden de captura… se le suspenda en el ejercicio de su cargo… se autorice allanamiento de morada…”. A su vez, el mismo fiscal sugiere que quien intervenga sea el ejército, dado que la policía podía no cumplir el mandato de la Corte.

En virtud de ello, el máximo tribunal, en ejercicio de sus atribuciones constitucionales, ordena actuar conforme a lo peticionado por el fiscal y, cuando las Fuerzas Armadas van a detener a Zelaya, éste habría ofrecido su renuncia a cambio de ser expulsado del país en vez de ser detenido. Esa renuncia es la que fue posteriormente aceptada por unanimidad por el Congreso Nacional y desmentida por Zelaya.

Se puede afirmar que hubo desprolijidad. Se puede decir que hubiese sido más inteligente de parte del Congreso emitir una resolución que habilitase sin lugar a dudas a la Corte Suprema para destituir al presidente, o que la negociación para sacarlo del país fue una mala estrategia de prensa a nivel internacional.

Sin embargo, creo que el precedente sentado por estos sucesos no es el de un golpe militar (de hecho las Fuerzas Armadas obedecieron a la Justicia y en ningún momento asumieron ninguna función civil), sino el de la vigencia del Estado de Derecho y las reglas de juego democráticas para todos los ciudadanos por igual, incluido el presidente. Ese es sin lugar a dudas el precedente establecido por estos hechos, y es factible afirmar que, sólo en parte, ya que también fue necesaria la valentía y determinación del pueblo y la dirigencia política de Honduras, fue la sabiduría contenida en su Ley Fundamental lo que facilitó que en este caso el Estado de Derecho sobreviviera a los embates de un proyecto político personalista y dictatorial.

Antes de juzgar estos hechos, creo que sería conveniente tener en cuenta que, en unos pocos días, Zelaya había derribado la carcasa central del entramado constitucional de su país. Había destruido el Estado de Derecho y puesto en riesgo la democracia. Había derribado tradiciones republicanas construidas con mucho esfuerzo y alimentadas durante mucho tiempo, colocándose por encima de la ley y de sus conciudadanos, en clara violación al artículo 60 de la Constitución de Honduras que reza de la siguiente manera: “Todos los hombres nacen libres e iguales en derechos. En Honduras no hay clases privilegiadas. Todos los hondureños son iguales ante la Ley.”

lunes, 7 de septiembre de 2009

Socialismo para "dummies"

La última vez que escuché decir que Chile es un país ‘socialista’, me di cuenta de que existe una gran confusión sobre la naturaleza de un sistema socialista y que es necesario esclarecer el malentendido.

Socialismo es un sistema económico en el que los gobiernos controlan la mayor parte de la propiedad y/o las decisiones económicas de la sociedad. Es un sistema diametralmente opuesto al capitalismo, en el que los individuos -no los gobiernos- controlan la mayor parte de la propiedad y/o las decisiones económicas de la sociedad.

Por tanto, cuanto mayor sea la proporción de propiedad y/o de decisiones económicas que se encuentren en manos del Gobierno, más socialista es una economía. De ahí que Cuba o Corea del Norte son economías esencialmente socialistas, pues sus gobiernos controlan virtualmente toda la propiedad y las decisiones económicas. EE.UU., España o Australia son economías esencialmente capitalistas, pues una mayoritaria proporción de la propiedad y las decisiones económicas están en manos de los individuos y no en las de sus gobiernos.

Algunos erróneamente califican de comunistas a las naciones del primer grupo, sin tomar en cuenta que el comunismo es un sistema económico utópico que nunca ha sido aplicado en ninguna parte del mundo.

Vale aclarar también que socialismo y capitalismo son sistemas económicos, no sistemas políticos. Feudalismo, marxismo, fascismo, populismo, así como las teocracias de Oriente Medio y el recientemente inventado socialismo del siglo XXI, son sistemas políticos que tienen como propósito sostener sistemas económicos socialistas. Por otro lado, la social democracia -que promueve una intervención limitada del Gobierno en la economía y el desarrollo de programas sociales- es el sistema político que sostiene a la gran mayoría de naciones capitalistas del mundo.

Por tanto, el hecho de que Chile tenga un Gobierno socialdemócrata y programas sociales, no convierte a su sistema económico en socialista. De hecho, Chile es el país más capitalista de Latinoamérica, tal como lo refleja el privilegiado lugar que ocupa -justo luego de Inglaterra- en el índice mundial de libertad económica que elabora anualmente la Heritage Foundation, lo que muestra la muy limitada intervención de su Gobierno en la propiedad y decisiones económicas de los chilenos.

Ecuador, en cambio, se ubica en uno de los últimos lugares del ranking por la masiva intervención gubernamental que existe en su economía, a pesar de que al Gobierno de la revolución ciudadana(¿?) todavía le queda mucho por avanzar en su agenda económica socialista. Por ello, estimado lector, la próxima vez que alguien le hable de socialismo, piense en Cuba, no en Chile.

La injerencia Chavecista en Chile a traves de Marco Henriquez Ominami

Max Marambio, hoy millonario chileno, ex colaborador de los servicios secretos cubanos durante su exilio en Cuba, muy cercano a Fidel Castro -quien le permitió amasar una enorme fortuna con negocios en dólares en el apartheid turístico de la Isla-, es el director de la campaña de Marco Enríquez-Ominami y, presumiblemente, su mayor financiero. Enríquez-Ominami es un senador socialista radical, hijo de Miguel Enríquez, dirigente comunista del Movimiento de Izquierda Revolucionario, muerto en un tiroteo con la Policía en 1975, cuando Marco estaba recién nacido. El joven candidato se propone: “Terminar con esta sociedad brutalmente clasista”.

Si Enríquez llegara a la Presidencia será el triunfo del castro-chavecismo en Chile, y el fin de las dos décadas de moderación y sentido común que, con diversos matices, han caracterizado a los cuatro gobiernos de la Concertación de centroizquierda que han ocupado el Palacio de la Moneda. El país volvería a la crispación de los años setenta y se perdería todo lo que tiene de notable y ejemplar el llamado “modelo chileno” para el resto de los latinoamericanos.

Exactamente lo que desea que suceda el Gran Elector, Chavez, enemigo a muerte de la dulce izquierda vegetariana chilena.